Hay veces que nos preguntamos qué nos está pasando, por qué no vemos al Señor, por qué no le escuchamos. Parece como si Dios se hubiese ido de nuestro lado, de nuestra vida y todo es silencio en nuestro entorno. Vuelven a surgirnos las dudas, los miedos, la incertidumbre sobre si todo lo que desde pequeños nos han enseñado se sostiene o no en la verdad. Entonces comienzan a aflorar situaciones pasadas, que pensabas que habías desechado y superado, y se están haciendo presentes de nuevo, con más fuerza que antes. Comienza a darse un cambio en tu vida, un paso de ese hombre nuevo en el que estabas, al hombre viejo que fuiste en su momento. Retrocedes en tu vida interior y se genera en ti esa amargura de ver cómo las debilidades y las propias miserias se están presentando de nuevo en tu vida con una fuerza desmedida. Como si todo viniese dado de antemano.
Cuando nos dejamos arrastrar por la comodidad, por la apatía, por la indiferencia y la dejadez estamos abriendo una gran autopista en nuestra vida de fe, para que todo lo que no es de Dios circule con fluidez en nosotros. Las pasiones se hacen más fuertes y difíciles de controlar y terminamos sucumbiendo a ellas, seducidos por esas ansias de placer y bienestar que nos extasían fugazmente y nos sumergen en ese abismo frío que es la vida sin Dios. Parece como si no pudiésemos ni quisiésemos salir de ese abismo oscuro y profundo que acalla la voz de Dios en todo momento.
El no poder salir de ese abismo tiene una razón de peso, y es que nos hemos forjado una armadura que nos resulta difícil de quitarnos, pues nos inmoviliza y no nos permite caminar por donde queremos ni dar los pasos necesarios. No podemos avanzar porque nuestras pasiones están tan arraigadas en nuestro interior que con nuestras propias fuerzas no podemos sacarlas ni combatirlas. El enemigo está dentro de nosotros y nos hace grandes estragos.
Y el no querer salir del abismo nos viene porque nos resultan tan atrayentes y atractivas las pasiones y actitudes de la carne, que nos causan una satisfacción y un bienestar inmediato tan inmediato que preferimos disfrutar ese momento, antes que desecharlas inmediatamente de nuestra vida. De hecho empieza a darse en nuestra vida la táctica del posponer: mañana es cuando doy el paso definitivo. Y resulta que el mañana no llega de una manera inmediata.
Ante esto el Señor Jesús nos dice a través del apóstol san Pablo: «Despojaos del hombre viejo y de su anterior modo de vida, corrompido por las apetencias seductoras; renovaos en la mente y en el espíritu y revestíos de la nueva condición humana creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas» (Ef 4, 22-24). Está claro que necesitamos la ayuda de Dios para poder vencer nuestras propias debilidades y flaquezas. Para ello solo tenemos un camino: utilizar las armas que el Señor nos proporciona renovándonos en la mente y en el espíritu. Hablamos del poder de la oración, que es capaz de transformar corazones; de la Gracia de Dios que se renueva a través de la confesión; y de la fuerza que nos da la Eucaristía, cuando con fe nos acercamos a comulgar y recibir a Jesús Sacramentado que llena y da sentido a nuestra vida. Así es como nadaremos en la Abundancia del Espíritu y el plan de Dios se desarrollará en nuestra vida. Si algo quiere Dios es que hagamos su voluntad, como bien le decimos en el Padre Nuestro, y no que vayamos en contra de ella.
Por eso deja que Dios actúe en tu vida y ponte el traje de la nueva condición humana que Jesucristo nos ha otorgado a los hombres: la justicia, para hacer siempre lo correcto, viviendo conforme al Evangelio en todo momento, sin desviarnos del camino que nos marca, sabiendo sobre todo amar a los hermanos indistintamente, como Jesús nos enseña; y la santidad, que nos permite adentrarnos en la presencia de Dios y estar siempre cerca de Él, manteniéndonos firmes en la fe y haciendo que quienes nos rodean también puedan llegar a Dios a través nuestra.
Que Jesucristo te ayude a ser un hombre nuevo y así anuncies el Evangelio siendo luz para los demás.