Todos hemos experimentado muchas veces el sentimiento de culpa por algo que hemos realizado o dejado de hacer, tanto para nosotros mismos como para los demás. Este sentimiento nos lleva a una angustia que nos hace sentir “lo peor” del mundo, y que procura por todos los medios reparar el mal que hemos realizado o saldar la deuda que hayamos podido contraer. En otros momentos el sentimiento de culpa nos llega a paralizar y a dejarnos sin saber qué hacer, sumidos en nuestro propio desconcierto, siendo conscientes de nuestro propio error o “metedura de pata” y lamentándonos enormemente por no haber hecho las cosas todo lo bien que nos hubiese gustado.
La culpabilidad nos abre una herida en nuestro interior y hace que nuestra conciencia y nuestra mente no paren de dar vueltas a la situación vivida. Hay veces que, por el ritmo de vida que tenemos, logramos no pensar en lo que hemos hecho mal y durante un tiempo estamos tranquilos, hasta que volvemos a caer en la cuenta de la ofensa realizada y rápidamente volvemos a ese dolor que nos causa el haber fallado y perjudicado a alguien. Y entonces la carga se empieza a hacer un poco más pesada.
Creo que uno de los fallos que cometemos las personas es dejar que vaya pasando el tiempo. Solemos aparcar esa espina que tenemos clavada en nuestro corazón y que, por miedo, desidia o no saber qué hacer, vamos dejando que el tiempo pase, pensando que la espina saldrá sola o se perderá en medio de tantas experiencias que vamos teniendo en la vida. Flaco favor el que nos hacemos. Si pensamos que con el tiempo todo se arreglará, estamos equivocados. Lo que repara una ofensa realizada es el diálogo y el perdón sincero. Cuando uno muestra su arrepentimiento y el otro acepta las disculpas es cuando la conciencia se libera, todo cambia y nos quitamos un grandísimo peso de encima. Es cierto que todos tenemos derecho a equivocarnos, pero también estamos llamados a asumir nuestros propios errores desde la responsabilidad. Esto nos hace cada vez más humanos y también más discípulos de Jesús. Pues el coger al hermano, hablar con él y pedirle perdón nos hace más auténticos y verdaderos discípulos de Jesús.
El ejemplo de sentimiento de culpa y de arrepentimiento lo tenemos en las negaciones del apóstol san Pedro: «Y enseguida cantó un gallo. Pedro se acordó de aquellas palabras de Jesús: “Antes de que cante el gallo me negarás tres veces”. Y saliendo afuera lloró amargamente» (Mt 26, 74-75). Pedro estaba convencido de lo que decía ante las preguntas que le hacían los soldados y la criada, mientras esperaba en el patio del templo. En ese momento lo más importante era salvarse a sí mismo. El instinto de supervivencia hace que deje de mirar al tiempo pasado con Jesús y las conversaciones mantenidas con Él y se centre en lo que acontece en ese mismo instante. Cualquier respuesta es válida con tal de salvarse a sí mismo.
Por eso Pedro llora amargamente, porque bien sabe lo que ha hecho y es consciente de la repercusión que tiene. Las lagrimas le liberan de ese dolor tan grande que tiene. Es consciente del daño que le ha hecho a Jesús y en su deseo está el querer reparar esa culpa. Todos somos como el apóstol Pedro en mayor o menor medida, pues negamos a Jesús como él, cuando se nos presentan situaciones de dar la cara y defender nuestra fe y preferimos quedarnos callados y no hablar.
Sé cada día más consecuente en tu vida con lo que crees y vives. Dios quiere renovar cada día su relación contigo y no quiere que te sigas culpando ni lamentando de aquellas situaciones que Él te ha perdonado y de las que ya has mostrado arrepentimiento. Lo más importante es que sepas perdonarte tú mismo por haber fallado y no haber hecho las cosas bien. Que el arrepentimiento y el perdón de Dios te reconforten y te ayuden a cerrar heridas, superar momentos, afrontar nuevos retos y reconstruir lo que se ha podido romper en el camino de la vida. Confiesa tus pecados con un arrepentimiento sincero y siéntete nuevo porque Dios te perdona y restaura la salvación en tu vida. Si después de esto sigues sintiéndote mal por lo que ha pasado, es que no has logrado perdonarte a ti mismo ni aceptar lo ocurrido en tu vida. Es momento de afrontarlo y dar ese paso de gigante que te liberará totalmente y te quitará ese gran peso de encima que no te permite vivir totalmente en paz. Déjate hacer por Dios, con Él todo se puede.