Muchas veces guardamos las apariencias ante los demás para ocultar nuestros problemas, estados de ánimo, opiniones y pensamientos… con el fin de no ser sinceros para no herir y para no quedar mal. Sabemos sobradamente que la sociedad que nos rodea está llena de apariencias donde todo parece que funciona con normalidad en una casi perfecta sincronía. Por desgracia gran parte es apariencia porque así lo disfrazamos nosotros y porque lo convertimos en un mecanismo de defensa ante los problemas y situaciones de nuestra propia vida. El problema es cuando lo convertimos en nuestra forma de vida y es algo habitual, se traduce en mucha buena imagen, pero sin ninguna profundidad.
Cuántas veces hemos puesto buena cara a una persona con la que nos hemos encontrado y la hemos tratado como si tal cosa, incluso alagándola o bromeando con ella y luego a la vuelta la hemos juzgado, criticado o simplemente, como nos cae mal, decimos que no la soportamos. No podemos huir de estas realidades, ni hacer creer a las personas que contamos con ellas, para luego utilizarlas o darlas de lado. Si queremos ser auténticos cristianos debemos ser sensibles a los demás y sobre todo sinceros.
Quien vive de apariencias corre el riesgo de decir verdades a medias e incluso verdades camufladas, que llevan su parte de falsedad y que te hace correr el riesgo de no saber por dónde llegas con las mentiras, para que luego tus propias palabras y gestos te contradigan cuando menos te lo esperas.
Las apariencias engañan también en otra índole, pues muchas veces etiquetamos a las personas, prejuzgándolas sin conocerlas y hay veces que nos llevamos auténticas lecciones de vida, pues las personas no son lo que esperábamos a simple vista. Por eso es necesario recabar toda la información necesaria y dialogar lo suficiente para enterarnos que podamos dar un buen uso a la lógica y a la razón.
Jesús habla muy claro en el evangelio a los fariseos sobre las apariencias: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros blanqueados! Por fuera tienen buena apariencia, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de podredumbre; lo mismo vosotros: por fuera parecéis justos, pero por dentro estáis repletos de hipocresía y crueldad» (Mt 23, 27-28). Si de algo nos priva la apariencia es de la sinceridad del corazón, algo que como discípulos de Jesús no nos podemos permitir.
El momento para empezar a cambiar es hoy . Preocúpate de tu vida interior y de la profundidad de tu alma, porque te hará auténtico y vivirás con mucha más convicción tu propia fe. El mundo te necesita convencido de lo que haces y poniendo tu corazón y tu empeño en cada tarea que realizas, porque esta es la parcela que Dios te ha encomendado para que lo transformes: tu entorno. De momento no hace falta que hagas más. Si te pones en las manos de Dios el primer paso que darás será tu propia conversión; el segundo será transformar y cambiar tu entorno, los lugares en los que te mueves y frecuentas; y después el Señor te irá sugiriendo qué pasos tienes que dar. No escatimes en esfuerzos por los demás, pues Dios no escatima ni en amor ni en perdón contigo. Esta es la clave: Empezar a sacar lo verdadero de tu corazón para que tu cara sea el reflejo de tu alma y así no vivas de apariencias ni de ningún tipo de ficción. Tu experiencia del encuentro con Cristo será la que te lleve a querer anunciar y a entregarte de corazón a los hermanos, incluso si se aprovechan de ti. Le pasó a Jesús: «me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis hasta saciaros» (Jn 6, 26). Pero por eso Jesús no dejó de ayudar, de predicar ni de dar la vida desde el corazón y la autenticidad. No mires qué hacen los demás, mira lo que haces tú porque te nace de lo más profundo, aunque te cueste la misma vida aceptarlo y caminar contracorriente en tus ambientes cotidianos. Lo más grande de esto y lo que más te puede reconfortar es pensar que Dios te está mirando y sigue pensando en ti. Con Dios todo se puede. Ánimo y a seguir cambiando el mundo desde el corazón.