Hay faltas y faltas, pecados y pecados. Creo que todos tenemos claro que nadie es perfecto y todos somos pecadores. Lo que pasa es que hay pecados y faltas que están más al descubierto y son más visibles que otros. Nunca podemos decir “de esta agua no beberé” porque no sabemos qué nos deparará el futuro y qué nos traerá la vida. Por eso hemos de ser cautos a la hora de juzgar a quienes tenemos al lado y prudentes cuando comentamos y hablamos, para no dejarnos llevar por la frivolidad y la especulación a la hora de expresar nuestras opiniones. Siempre que hables o comentes de alguien que sea desde la verdad, habiendo hablado previamente con la persona afectada, que de hecho es lo que menos hacemos porque no nos atrevemos a preguntar qué es lo que le ha ocurrido, pero en cambio si que somos osados a la hora de especular y juzgar movidos por los comentarios y juicios de los demás.
El pecado nos aparta de Dios y rompe la comunión con los hermanos. Hay pecados veniales y pecados graves; pecados que tienen consecuencias más graves que otros; pecados que se cometen en secreto, en silencio y pecados que son públicos, a la vista de todos. No me refiero en ningún caso a los pecados que incurren en delito sino a los pecados que solemos cometer en la vida cotidiana, fruto de nuestras debilidades y pobrezas humanas. Cuando uno es consciente de su pecado, y más si es público, a la vista de todos, bastante mal lo pasa para que encima todos estemos encima de él juzgándole y recordándole constantemente la falta que ha cometido o el escándalo que ha producido. Hemos de ser más misericordiosos y caritativos, sabiéndonos poner en la piel del otro, porque quizá mañana nos arrepintamos de las palabras que hoy pronunciamos.
Ninguno podemos entrar en la conciencia ni en el pensamiento del otro. Podremos saber cómo se siente y hemos de ser muy respetuosos sabiendo acompañar y escuchar, mostrando ese rostro de Madre que tiene la Iglesia, dispuesta a acoger a quien se arrepiente. Dios nos perdona cuando acudimos a Él arrepentidos por la ofensa realizada. La Iglesia es mediadora que perdona en el nombre del Señor y nos reconcilia con el Padre Bueno que sale a buscarnos al igual que el hijo pródigo. Todos, tarde o temprano atentamos contra los Diez Mandamientos en nuestra vida bien sea: olvidándonos de Dios; no rezando; siendo envidiosos; pensando mal; no perdonando a alguien por el daño que nos ha hecho y matándolo en nuestro corazón; no viviendo en la pureza; mintiendo, aunque sean mentiras piadosas… Cada uno sabemos como actuamos, y en nuestro examen de conciencia diario hemos de mirar nuestras faltas y aquello en lo que debemos mejorar, confesándonos para renovar la Gracia que Dios nos da a cada uno como hijos suyos que somos.
Jesús nos habla de esto en el pasaje de la mujer adúltera. Los fariseos y los escribas tenían muy clara la sentencia del pecado realizado: «La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú ¿qué dices?» (Jn 8, 5).Y Jesús ante su insistencia les dice: «El que esté sin pecado, que tire la primera piedra» (Jn 8, 7). Todos se marcharon y Jesús se quedó solo con la mujer y al final la dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (Jn 8, 11). Nosotros no podemos ir con la ley en la mano para los demás, sin mirarnos a nosotros mismos. No podemos tirar las piedras de nuestros propios juicios a los otros cuando no estamos libres de pecado. Si Jesús no condena, ninguno somos quienes para condenar.
Cristo desde la Cruz nos da la oportunidad de convertirnos y de cambiar de vida. Muchos son los que lo hacen día tras día ante experiencias y momentos difíciles en su vida. Son los valientes que se levantan ante la caída, se ponen en la presencia de Dios, reconocen su pecado y sus faltas y siguen dando vida y testimonio de lo importante que es Dios para ellos. Estando en vela para no volver a caer en la tentación, y pidiéndole a Dios constantemente ayuda para levantarse ante las caídas, fruto de nuestra debilidad humana.
A ti que has sido valiente y has apostado por la Vida, y Vida en Dios, el mismo Jesús te sigue diciendo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (Jn 8, 11).