La palabra envidia viene del latín “in-videa”, que significa “el que mira mal”. Y es que hay veces que miramos mal a las personas deseando algo que ellos pueden tener y nosotros no. Hay veces que la felicidad del otro puede llegar a molestarte e incluso a hacerte sufrir, y esto se vuelve contra nosotros. Santo Tomás de Aquino lo refiere como “el dolor del bien ajeno”. Tendemos a generalizar y solemos decir que el mundo en el que vivimos está lleno de envidia, pero por norma nunca miramos dentro de nosotros, sino que es mejor mirar los defectos y debilidades de los demás.
La envidia es sutil y se camufla de la manera más sibilina, porque es capaz de idear y maquinar estrategias que tienen como fin destruir al otro. El envidioso oculta una inferioridad y una carencia de aquello que desea del otro, que se llega a convertir en un gran sufrimiento interior. Ante la impotencia que se siente, nace la necesidad de actuar, buscando destruir, desprestigiar… a la otra persona, para hacerla de menos ante los demás y quedar por encima de ella. Con la envidia se enferma el corazón y los sentimientos y pensamientos que nacen de ella muestran la ceguera de amor tan profunda que tenemos.
Jesús nos lo explica muy claramente con la parábola de los jornaleros que van a trabajar a la viña durante distintos momentos del día. Cuando va a pagar el jornal lo hace por igual para todos, tanto los que han trabajado todo el día como una hora solo. Los primeros se quejan ante el señor de la viña, a lo cual éste responde: «Amigo, no te hago ninguna injusticia… Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?» (Mt 27, 13-15).
Jesús escucha las quejas de los viñadores que han estado todo el día trabajando y que se esperaban mayor jornal que los últimos. Los pensamientos nuestros no son como los de Dios, así nos lo enseña Jesús constantemente y nos transmite varias actitudes que debemos tener en cuenta cada día de nuestra vida:
No te compares con nadie y sé feliz con lo que Dios te ha dado en la vida. Cada día es una oportunidad que tienes para saborear lo que haces.
Acéptate a ti mismo y siéntete bendecido con lo bueno que tienes en tu vida, que es mucho. Que no te duela el bien del otro.
Aprende a alégrate de lo bueno que le pasa a los demás, da gracias por poder disfrutar y saborear los dones que el Señor les ha dado. La vida no es una competición para ver quién es mejor o quién tiene más. Cristo nos llama a entregar la vida sin esperar nada a cambio. Sigue sus pasos.
Estoy convencido que la oración te ayudará a realizar este proceso personal de aceptación que cada uno tenemos que hacer, porque ahí, en lo profundo, en nuestro sentir, sólo podemos entrar nosotros mismos, no puede entrar a nadie. Es una tarea que ante el Señor la tenemos que madurar cada uno.
Bendice a Dios y a los demás. Bendecir es hablar bien de Dios y de los demás y te ayudará a mirar lo bueno que cada uno tiene. Es un ejercicio que todos debemos hacer si de verdad queremos cambiar los ambientes en los que vivimos.
Y alaba a Dios para que tu corazón te libere de tus angustias y temores. ¡Cuántas cosas buenas hace Dios por ti cada día! Alabar es agradecer. Agradécele a Dios todo lo que te ha regalado y lo bueno que ha puesto en tus manos para que seas feliz y hagas felices a los que te rodean.
No dejes pasar más tiempo esta oportunidad y lánzate a amar.