Seguro que más de alguna vez a lo largo de tu vida te habrás dejado vencer por la pereza y no te han apetecido hacer cosas que normalmente realizas o arrepentido momentáneamente de haberte comprometido a realizar algo. La pereza hace que ralenticemos las cosas en nuestra vida y que las dejemos para el último momento o simplemente las dejemos pasar. Provoca en nosotros inmovilismo y poco a poco nos va volviendo más comodones y egoístas, pues pensamos en nuestros intereses particulares a costa de traicionar incluso nuestra propia palabra. El movimiento es necesario para el hombre porque hace que el hombre tenga motivación en su vida y pueda vencer la inercia, que en ocasiones se convierte en una gran tentación, ya que dejarse llevar es lo más cómodo y fácil.
La Biblia nos dice que para la Creación, Dios trabajó seis días y al séptimo descansó (cf Gn 1-2); cuando Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso por desobedecer el mandato de Dios, el Señor le dijo a Adán que para poder vivir se tendría que ganar el pan con el sudor de su frente (cf Gn 3). Por eso la pereza es contraria a la ley de Dios y la Palabra continuamente nos advierte del cuidado que hemos de tener con ella, porque poco a poco nos va frenando, hasta que llegamos al abandono y a perder la voluntad y la capacidad de salir de la inercia en la que nos sumergimos y que no nos complica la vida para nada.
El libro de Tobías ya nos lo advierte: «La pereza conduce al hambre y a la pobreza. La pereza es madre de la miseria» (Tob 4, 13). Nos priva de toda riqueza que podamos tener y mata especialmente los dones que el Señor nos ha regalado a cada uno. Nuestra interioridad se resiente cuando en nuestra vida reina la pereza, porque nos vamos llenando de miseria. Vamos transformando todas nuestras riquezas y virtudes en debilidades e incapacidades. Por eso déjate llenar de Dios, que ha venido a dar sentido a tu vida y reflexiona estas palabras del libro de los Proverbios: «¿Hasta cuándo dormirás, perezoso?, ¿cuándo te sacudirás la modorra? Un rato duermes, otro dormitas, cruzas los brazos y a descansar. ¡Y te llega la miseria del vagabundo, te sobreviene la pobreza del mendigo» (Prov 6, 9-11). Ha llegado el momento del cambio y de superar la fuerza que tiene la inercia, que en la vida del hombre no se detiene y la llena de sinsentido. Es hora de despertar del letargo, de ponerte manos a la obra ante lo que Cristo te ha venido a traer: Aprender cada día a entregarte a los demás por amor.
Los cristianos estamos llamados a compartir nuestra fe y transmitirla con nuestro testimonio y con nuestras acciones, así lo dice el apóstol Santiago: «La fe, si no tiene obras, está muerta por dentro» (Sant 2, 18). Las obras son el fruto del amor por Dios que hemos de dar. Si algo nos ha enseñado Jesús es a romper con la ley del mínimo esfuerzo y procurar tener una vida santa, llena de frutos de amor. Por eso tómate tiempo para reflexionar sobre lo que estás haciendo y cómo estás viviendo. Si comparamos el tiempo que vivimos con la eternidad, caeremos en la cuenta de que nuestra vida es insignificante y que no le sacamos todo el provecho que podemos porque en muchas ocasiones influye más lo que nos destruye que lo que nos construye. Es el momento de cambiar, de dar un giro importante a tu vida para ir a lo importante, a lo fundamental que llena de sentido toda tu vida. No dejes que nada te quite el entusiasmo por vivir.
Si te ves forzado a realizar cosas que no te gustan, reflexiona sobre ello, sobre cómo las puedes afrontar y mejorar para que así descubras que el esfuerzo que estás haciendo se transformará en interés y lo llenarás de sentido. Ten en cuenta que el propósito por el cual Dios te ha creado es «para que nos dediquemos a las buenas obras, que de antemano dispuso él que practicásemos» (Ef 2, 10). Por eso en este momento pídele a Dios que te ayude a salir de las situaciones de pereza en las que puedes estar inmerso, para que disfrutes de la vida de frutos que te quiere dar.