Hay muchas veces donde pensamos que somos mejores que los demás en lo que hacemos; que nuestras opiniones o forma de hacer las cosas son las correctas con respecto a los otros, y estamos convencidos que si actúan como decimos, todo saldría mucho mejor, porque hay veces que nos complicamos la vida demasiado. No es fácil corregir a los demás y llevarlos a la verdad, a que caigan en la cuenta de los errores que están cometiendo. A la hora de hacerlo hemos de ser muy prudentes a la hora de decir lo que pensamos, pues podemos ofender al otro o simplemente que se sienta atacado o juzgado.
Dada nuestra imperfección podemos decir que a la hora de opinar y de corregir no somos infalibles, todos participamos de la verdad por muy objetivo que lo veamos todos. Nosotros vemos una cara y los demás pueden ver otra totalmente distinta. Sirva el ejemplo de la luna cuando la contemplamos en el cielo. Todos la vemos desde perspectivas distintas, y sabemos que es la luna, pero ninguno la vemos en su totalidad, solemos ver una parte, la que tenemos frente a nosotros, pero no vemos lo que hay detrás, aunque bien sabemos que es la luna.
Si a la hora de juzgar a los demás pensamos que somos los mejores y que nosotros tenemos la verdad y ellos están equivocados; si pensamos que lo que nosotros hacemos está bien y lo hacemos mejor que nadie; si pensamos más en nosotros mismos antes que en los otros; si somos el centro de nuestras conversaciones destacando nuestras cualidades y virtudes exageradamente, con grandes adornos para quedar muy bien delante de los demás; entonces podemos decir que la soberbia anida en nuestra vida y tenemos que ponernos rápidamente manos a la obra para quitárnosla de nuestra vida.
La soberbia nos ciega ante los hermanos y hace que no admitamos nada de lo que nos puedan decir; nos revuelve contra ellos y cierra nuestro corazón para no admitir ninguna virtud de nadie, nada más que las nuestras propias. Dios ha venido para darnos la luz y para quitarnos esas escamas de nuestros ojos que nos impiden ver con claridad.
El apóstol Santiago lo cuenta: «Si el Señor quiere y estamos vivos, haremos esto o lo otro. Sin embargo, ahora presumís con vuestras fanfarronerías; todo alarde de este sitio es malo. Por tanto, el que sabe cómo hacer el bien y no lo hace, ese está en pecado» (Sant 4, 15-17). Dios nos llama a la sencillez y a no creernos más que nadie. Nuestra vida no nos pertenece, por eso, desde la escucha de la Palabra de Dios, estamos llamados a compartir nuestra fe y nuestra vida. De sobra sabemos que la riqueza está en la sencillez y la humildad, pues vivirnos poco para Dios y mucho para nosotros mismos. Muchas veces queremos vivir conforme a nuestros planes y nos equivocamos. El apóstol Santiago lo que quiere decirnos es que no sirve solo con conocer la verdad, sino que debemos ponerla en práctica y ser los primeros en dar testimonio de todo lo que ha hecho por nosotros. No podemos rehuir de hacer el bien sino todo lo contrario: hemos de procurar dar lo mejor de nosotros mismos.
Procura tener los mismos sentimientos que Cristo Jesús en tu vida, sirviendo a los demás desde el amor. Que siempre estés al lado de Jesucristo para así echar de una vez por todas las tentaciones que te apartan de Él y tengas una vida santa, viviendo en la docilidad, pues es Dios quien te dirige y habla. Que el mejor aval que tengas en tu vida sea tu entrega, tus esfuerzos y sacrificios, pues el Señor quiere un corazón sencillo y entregado. Que desde estas actitudes Dios siga tocando tu corazón y te haga más fuerte para no caer ante las seducciones de este mundo. Que Cristo sea tu inspiración y le imites siempre.