Toda una vida entregada merece su reconocimiento. Las personas que lo han dado todo merecen un agradecimiento por parte de la sociedad, ya que, directa o indirectamente, hemos recibido nuestra parte de herencia gracias a los beneficios que en su momento aportaron su productividad y eficacia, siendo totalmente conscientes de que lo que hoy tenemos es fruto de lo que ellos lucharon. Lo lleva avisando y denunciando el Papa Francisco desde que comenzó su Pontificado: la sociedad de hoy en día está tan pendiente de la productividad y vive con tanta rapidez, que todo lo que suene a mayor, antiguo y anciano, automáticamente y por norma lo descarta. Esta es la dictadura de la cultura del descarte en la que nos hemos sumergido. Las prisas con las que vivimos han hecho de nosotros seres impacientes, incapaces de mirar con calma la vida, de pararnos para cultivar nuestra interioridad, porque la postmodernidad nos ha sumergido en el mundo de la inmediatez y de la efectiva productividad. Hemos perdido esa capacidad de contemplar la vida y la hemos sustituido por la deshumanización del hombre a través del rendimiento y eficiencia económica y productiva: tanto aportas, tanto vales.
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La sabiduría de la vida
Sabemos de la necesidad de la prudencia en nuestra vida, tanto a la hora de hablar como de actuar. Dejarnos llevar por los impulsos y actuar movidos por ellos no es seguro de éxito ni de ausencia de problemas. Podemos tener suerte y acertar con la elección hecha, pero por norma general nos solemos arrepentir de aquello que hemos hecho de manera instintiva. Para combatir esto el Señor nos ha regalado la sabiduría, que nos ayuda a mirar nuestra vida de una forma distinta y sobre todo a elegir y discernir bien cuáles son nuestros siguientes pasos y cómo los tenemos que dar. En ocasiones hablamos de nuestros pecados de juventud y de aquellas vivencias que hemos tenido faltos de experiencia; seguro que con el paso de los años y la sabiduría que hemos adquirido en la vida ahora afrontaríamos de una manera totalmente distinta.