En la década de los noventa, cuando me encontraba estudiando Teología, con motivo de las actividades pastorales que desarrollábamos, estuvimos en Granada, en la fase nacional de la canción misionera participando. En la Vigilia que realizamos en la Catedral, quien la dirigía dijo estas palabras para pedirnos a todos que nos calláramos porque íbamos a comenzar la celebración: “No oigo el silencio”. Tanto a mí como a mis compañeros nos hizo mucha gracia esta expresión y con mucha frecuencia la decíamos con ironía y para reírnos, porque no oíamos el silencio cuando teníamos que pedírselo a los distintos grupos con los que nos encontrábamos. Y desde entonces en más de una ocasión yo lo he seguido repitiendo en mi etapa de profesor de religión.