Hay veces que la razón puede más que la fe. Llega a bloquearnos y angustiarnos en los momentos en los que no entendemos las cosas. Afrontar el sufrimiento es muy duro y el buscar respuesta a tantas preguntas, a veces incontestables, llegan a provocarnos un dolor más grande y una impotencia aún mayor. La tristeza se hace poderosa en nuestra vida y hace que bajemos los brazos totalmente invadidos por la amargura que nos invade. En momentos así hay que agarrarse a la esperanza y no dejar que sucumba ante la dureza de la vida. La resignación y la decepción comienzan a hacerse presente, fruto del poder que hemos concedido a la frustración, que se traduce en las preguntas sin respuesta y en que nuestra razón no llega a entender porqué la vida es tan injusta. Somos seres humanos, las emociones influyen fuertemente en nuestra vida y son capaces de llegar a dominarnos en muchas situaciones. En momentos así es más fácil entrar en la desesperación que en la esperanza cristiana. Es más fácil dejarse llevar por la razón que agarrarse fuertemente a la fe. La duda crece y ante el dolor que proporciona por la falta de respuestas hace que, incluso sin querer, la fe comience a debilitarse y tambalearse.