La muerte siempre es desconcertante, es una tragedia porque experimentamos la dificultad de volver a reemprender la marcha y porque quien muere deja un vacío que ya nadie puede llenar. Así es como se sintieron los discípulos cuando vieron a Jesús muerto. Sus corazones estaban agarrotados, tristes, llenos de temor. Se hizo el silencio en sus vidas porque no había manera de explicar lo que había ocurrido, y sobretodo de aceptarlo tal y como pasó. Más de un día paso el sepulcro, por ser sábado, sin ningún tipo de visita. La prescripción del cumplimiento del sábado pudo más que el sentimiento hacia Cristo, mucho más después de ver la manera en la que había acabado. Las mujeres que fueron muy de mañana el domingo al sepulcro sólo tenían un pensamiento: «¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?» (Mc 16, 3). Las mujeres no hablaban de la muerte ni de cómo se sentían, sino que hablaban de la piedra, del peso que les impedía entrar a ver Jesús. Muchos son los pesos que en la vida nos aplastan y coartan nuestra libertad, impiden que nuestro corazón se sienta vivo, y el peso de la tristeza, de los desencantos de la vida hacen que bajemos los brazos y perdamos ese espíritu de lucha tan necesario. La ley, el cumplimiento de las normas rutinario y sin sentido, son una losa pesada para nuestro corazón y nuestra alma.