Hay veces que las cosas no salen como lo esperabas y eso te produce una gran frustración. Intentas que todo vaya bien, pones lo mejor de ti con todas tus fuerzas, con tus mejores intenciones y toda tu alma y todo se descabala. Sabes de la importancia de tener paciencia, fe y esperanza; pero no es fácil ni aceptar ni asumir en el momento del fracaso.
Dejarse llevar por el desánimo es perder la esperanza. En el Evangelio le ocurrió a los discípulos después de la crucifixión de Jesús. Salieron a pescar (cf Jn 21, 1-14) y después de toda la noche faenando volvieron a tierra con las redes vacías. Sus esperanzas se habían visto truncadas al ver a Jesús muerto en la cruz. Pedro había dicho que Jesús «era el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo» (Mt 16, 16). Pero la muerte de Jesús les había nublado el entendimiento y la decepción había inundado sus corazones. La consecuencia: las redes vacías y lo que es peor, sus corazones también.
Las desesperanzas y fracasos de la vida hacen que caminemos tristes, desorientados, cabizbajos, confundidos…; es como si fuera volver atrás con la sensación de que todo es un desastre y de que no hay solución ante los problemas. La esperanza no se encuentra y parece que la desesperación se empieza a hacer fuerte en nuestra vida. Esto es lo que les ocurrió a los discípulos de Emaús, cuando regresaban a sus casas; todo estaba perdido, sus aspiraciones habían desaparecido con Jesús crucificado. No podían dar crédito a que Jesús, que había hecho tantos milagros, terminase en la cruz de la vergüenza; no podían entender que Dios no salvase a su propio Hijo de una muerte tan infame. La Cruz se había convertido para ellos en una decepción de la idea que Jesús les había transmitido de Dios; todas las ilusiones que habían nacido al lado de Jesús se habían desvanecido y los ojos nuevos con los que habían aprendido a mirar la vida desde el Evangelio de Cristo se habían cerrado con la losa del sepulcro.