El regalo de acoger

Como discípulo de Jesús estamos llamados a seguirle, a tener confianza con Él. Para desarrollarla tenemos que aprender y educarla dentro de la comunidad, compartiéndola con los demás, que forman, a su vez, parte de la propia familia. Como discípulo estás invitado a confiar, a ser amigo de Jesús, a correr su misma suerte, compartiendo su mismo cáliz: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15). Discípulo es quien aprende a vivir en la confianza de amistad con Jesús. Por esto, la carta de presentación de un cristiano es el Evangelio, que nos habla de discipulado, de identidad. Así es como Jesús nos llama, y como a los discípulos, nos envía a dar testimonio y razón de nuestra fe, con unas instrucciones claras y precisas, que nos invitan a no improvisar y a no hacer las cosas como buenamente podamos. Más bien al contrario, Jesús quiere que hagamos las cosas auténticamente desde el primer momento.

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Por el Reino

Jesús siempre pide a los apóstoles que tengan fe en Él; son muchas las ocasiones en las que les dice: «Hombre de poca fe» (Mt 14, 31), ante las dudas que ellos tienen para fiarse plenamente de Jesús y creer en Él. Por eso Jesucristo se presenta como «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6), porque Él es el Camino que nos conduce a Dios Padre, la Verdad que da sentido a nuestra vida, a nuestra existencia y la Vida que nos transmite para que alcancemos la alegría y la plenitud en nuestra vida. Por eso la fe nos lleva a un seguimiento auténtico de Jesucristo que viene a nuestro encuentro para que le sigamos y nos sintamos plenamente realizados como creyentes. El Señor nos ha creado libres y el Evangelio nos enseña a vivir en esta libertad verdadera porque somos hijos de Dios, porque además nos lleva a la renuncia de nuestro propio yo y esto se convierte en un misterio de amor. Cuando eres capaz de abnegarte, de sacrificarte por los demás, de entregar tu vida sin esperar nada a cambio, estás actuando por amor verdadero, dejándote llevar por el Señor a la entrega total del corazón, donde dejas de pensar en ti mismo para pensar en los demás.

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Un mar de luz

El Señor Jesús después de resucitar no se queda inmóvil, sin hacer nada, sino que continuamente se está haciendo presente en la vida de los discípulos. Después de haberse reunido en el Cenáculo y encontrarse con el Resucitado volvieron a sus tareas cotidianas, a la normalidad de su vida. Ahí es donde Jesús también se aparece y manifiesta para renovar la vida de los discípulos dentro de su cotidianeidad. El encuentro con Cristo Resucitado no puede hacer que volvamos a nuestra vida como si no hubiese pasado nada, donde todo sigue como siempre, viviendo de la misma manera y sumergidos en las rutinas diarias. El encuentro con Cristo nos debe hacer hombres nuevos, dispuestos a vivir desde el espíritu de la Resurrección. Esto les ocurrió a los discípulos, cuando volvieron a sus tareas de pescadores. Se pasaron toda la noche faenando y no obtuvieron fruto (cf. Jn 21, 1-14), hasta. Que Jesús les dijo: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis» (Jn 21, 6), y todo fue a plena luz del día, no en la oscuridad de la noche. Las obras del hombre nuevo han de realizarse a la luz del Resucitado, iluminados por la claridad que nos da Cristo Jesús. Al llegar de la pesca se sentaron a comer y Jesús termina llamando de nuevo a Pedro y diciéndole: «Sígueme» (Jn 21, 19). Es la llamada a la vida nueva que no podemos rechazar si queremos dejarnos seducir por el Resucitado. Ha llegado el momento de dar ese paso, ese salto que transforme definitivamente el corazón.

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Instrumento del Espíritu Santo

«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros» (Jn 14, 15-17). Jesús, en la Última Cena, habla a los discípulos sobre la unión que debe haber entre la fe, la entrega a Jesucristo desde el amor y la puesta en práctica de la Palabra de Dios en la vida cotidiana. Esta vivencia profunda de la fe nos llevará a una fuerza interior que nos permitirá amar a los demás igual que Jesucristo. Pues, en definitiva, es la aspiración que tenemos todos los cristianos: imitar a Jesús en todo lo que somos y tenemos. 

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En el sepulcro no estaba

La muerte siempre es desconcertante, es una tragedia porque experimentamos la dificultad de volver a reemprender la marcha y porque quien muere deja un vacío que ya nadie puede llenar. Así es como se sintieron los discípulos cuando vieron a Jesús muerto. Sus corazones estaban agarrotados, tristes, llenos de temor. Se hizo el silencio en sus vidas porque no había manera de explicar lo que había ocurrido, y sobretodo de aceptarlo tal y como pasó. Más de un día paso el sepulcro, por ser sábado, sin ningún tipo de visita. La prescripción del cumplimiento del sábado pudo más que el sentimiento hacia Cristo, mucho más después de ver la manera en la que había acabado. Las mujeres que fueron muy de mañana el domingo al sepulcro sólo tenían un pensamiento: «¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?» (Mc 16, 3). Las mujeres no hablaban de la muerte ni de cómo se sentían, sino que hablaban de la piedra, del peso que les impedía entrar a ver Jesús. Muchos son los pesos que en la vida nos aplastan y coartan nuestra libertad, impiden que nuestro corazón se sienta vivo, y el peso de la tristeza, de los desencantos de la vida hacen que bajemos los brazos y perdamos ese espíritu de lucha tan necesario. La ley, el cumplimiento de las normas rutinario y sin sentido, son una losa pesada para nuestro corazón y nuestra alma.

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La mirada de Jesús

Las llamadas del Señor Jesús están llenas de fuerza. Con una sola palabra conmueve el corazón de quien es llamado y es capaz de dejarlo todo para seguirlo. Así le ocurrió al apóstol Mateo, estando sentado en su mesa de recaudador de impuestos, el Señor Jesús que pasaba lo vio, se acercó y le dijo: «Sígueme. Él se levantó y lo siguió» (Mt 9, 9).¿Cómo sería la mirada de Jesús? Una mirada llena de amor y de ternura que tuvo que conmover sobremanera su corazón. Tanto que dejó su trabajo, bien remunerado y que le favorecía económicamente, aunque a un precio demasiado costoso, porque se había ganado la enemistad de sus conciudadanos, al recaudar para los romanos; por eso le consideraban publicano y pecador, y era despreciado por los demás. Para Jesús no pasó desapercibido, desde la paz y delicadeza de su trato exquisito se fijó en Mateo y lo llamó para seguirle, para ofrecerle una vida nueva. Y es que Dios siempre nos da primero; nos da todo lo que posee para que nos levantemos de nuestra situación personal de pecado e inmovilismo y podamos descubrir lo que verdaderamente da sentido a la vida: el seguimiento de Cristo. Por esto, es necesario hacer un momento de silencio y poder tomar conciencia de cada uno de los momentos de nuestra vida en los que Dios se ha parado a nuestro lado, para regalarnos su infinita misericordia.

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El Buen Pastor

Hoy es el IV Domingo de Pascua, el Domingo del Buen Pastor. Jesús es el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas cuidándolas con cariño y desviviéndose por ellas. El Señor Jesús utiliza esta imagen porque el pueblo de Israel había sido nómada y entendía bien lo que significaba este modo de vida, la manera de adaptarse a las circunstancias, y el esfuerzo que los pastores dedicaban a sus ganados para que sobreviviesen y les alimentasen. A la imagen del Pastor también se recurre en el Antiguo Testamento, cuando el profeta Ezequiel hablar de los malos pastores de Israel, que no desempeñan bien su misión en las responsabilidades públicas que tenían. Hay que vivir desde el servicio y no buscando el beneficio personal; nos debe importar la persona y nunca podemos tratarla como objeto o como un número más.

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Permanecer en Jesús

Durante la Última Cena, Jesús repite bastantes veces una frase: «Permaneced en mí» (Jn 15, 4), invitando a los discípulos a que no se separen y siempre estén unidos con Él. Nuestra fe y el sentido de nuestra vida tiene su centro en la unión que tengamos con el Señor, en cómo permanecemos en Jesús. Por eso utiliza una imagen muy gráfica para que tengamos clara cuál es la actitud que hemos de tener durante toda nuestra vida: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mi y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mi no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). La imagen de la vid es muy significativa porque si estamos unidos a Dios damos fruto y si no nos secamos, nuestra vida es estéril y desaparecemos. Por eso dice el Señor Jesús en el Evangelio que cuando un sarmiento está seco, se corta, se echa al fuego y desaparece. La única utilidad del sarmiento es para hacer fuego, y sólo una vez, una vez quemado deja de existir. ¿Es esto lo que quieres de tu vida espiritual y cristiana?

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Las grandezas de la oración

La oración es el camino a la santidad, es la puerta que nos lleva al encuentro con Dios. No podemos prescindir en nuestra vida de fe de la oración y pensar que somos espirituales sin cuidarla, mimarla y enriquecerla cada día. Cuando dejamos de rezar somos engañados, nos vienen las dificultades y torcemos nuestro camino. Hemos de estar preparados para orar cada día, porque si no es imposible alcanzar la santidad. Este es nuestro propio futuro, el de nuestra comunidad y el de la propia Iglesia. Cada uno hemos de esforzarnos por mantenernos fieles en este camino, porque sabemos de nuestras debilidades y lo que nos cuesta perseverar sin desfallecer. Hay veces que tenemos que hacer sobreesfuerzos para rezar y esto es un síntoma claro de que hay algo que no estamos haciendo bien.

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Sé valiente y valeroso

Seguro que en algún momento de tu vida te has sentido con las fuerzas y el coraje suficiente para afrontar con entereza y firmeza las dificultades que se te presentan. La valentía nos permite dar ese paso al frente y ser punta de lanza en multitud de ocasiones, enfrentándonos a situaciones difíciles que llegan a nuestra vida por sorpresa. No es necesario pelearse, ni provocar tensiones, Dios nos da la valentía para mantenernos fieles, estando siempre con Él y perseverando en nuestra vida de fe, siendo conscientes de que hemos de cuidarla por encima de todo. Caminar contra corriente precisa de valentía y de coraje, para no dejarte llevar por tantas personas que no tienen a Dios en su vida; su palabra no es significativa y no la interiorizan, sin llegar a descubrir la fortaleza que es capaz de llegar a dar al alma de cada uno. Hay gente que actúa con maldad, haciendo daño a los demás, dejándose llevar por el rencor, el odio…, y despreciando todo lo que el otro es capaz de realizar. Es muy fácil hacer lo malo, dejarte seducir por los placeres de la carne. Te haces un flaco favor viviendo así, porque te estás privando de saborear la grandeza del Señor en tu propia vida.

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