Déjame mirarte a los ojos Jesús para conocerte mejor y poder adentrarme un poco más en la profundidad insondable de tu alma y de tu corazón. Donde yo no soy nada y Tú lo eres todo. No sé, Jesús, cómo te has podido fijar en mí y qué has visto para elegirme y confiar en mi persona. Sabes de mis debilidades y miserias, y que no soy digno…, pero gracias por pararte a hablar conmigo y pedirme que te siga.
A veces pienso que no estoy a la altura, pero Tú me miras y me siento seguro.
Y pasó por el mundo haciendo el bien (cf. Hch 10, 38). Así habla de Jesús el apóstol san Pedro en casa de Cornelio antes de bautizarlo junto a toda su familia, que siempre toma la iniciativa y va por delante de nosotros. Él se fija en cada uno, nos llama por nuestro nombre y nos invita a seguirle. No sabemos por qué, solo que quiere que vayamos con Él y seamos parte de su misión. Jesús confía en ti y por eso te ha elegido. Es cierto que a veces te puedes considerar indigno o pensar que no estás a la altura (eso me pasa a mí también), pero Jesús espera grandes cosas de ti y te quiere a su lado. Por eso es importante estar atento, porque cuando el Señor pasa por tu vida espera tu respuesta, tu reacción y ha de ser inmediata, porque está pasando a tu lado y has de sumarte a su séquito o quedarte en lo tuyo.
Qué importante es tener presente durante nuestra vida nuestras raíces y todos los valores, costumbres y tradiciones que nos han inculcado desde que nacimos. Ser agradecido a lo que nuestros mayores nos han inculcado y a los que a lo largo de la historia se han preocupado por cuidar y mantener vivas nuestras celebraciones más profundas y transmitirlas con la mayor fidelidad posible. Cada uno somos fruto de nuestra propia educación y la tenemos que hacer valer en cada momento, pues de nosotros depende el mejorar lo que hemos heredado.
“La tierra no es una herencia de nuestros padres, sino un préstamo de nuestros hijos” – Proverbio indio.
Mantenerse firme en la fe, estar de pie en medio de las dificultades, no caerse por mucho que arrecie la tormenta y el viento, ser constante en los propósitos y por mucho que cambien las situaciones permanecer en el mismo lugar. Así es como Jesús nos invita a que nuestra vida sea siempre un reflejo de la fuerza que Él nos da, aunque somos conscientes de que en medio de la tempestad pasamos dificultad, inquietud, temor, inseguridad… y tantas sensaciones que vivimos que nos han de ayudar a tomar conciencia de lo importante que es confiar en Dios para permanecer en Él.
Dios siempre tiene palabras adecuadas para ti, en cada momento. Esas palabras que en ocasiones cuesta trabajo oír porque no las percibimos con suficiente claridad. Hay veces que queremos que todo nos lo den masticado y hecho para no tener que molestarnos ni complicarnos demasiado. Dejarnos llevar por esa comodidad nos empobrece personalmente, especialmente en el ámbito de la fe, pues Dios pone en nuestras manos los instrumentos necesarios para que utilizándolos adecuadamente seamos capaces de dar mucho fruto. Cuando las preocupaciones se hacen más fuertes y llegan a agobiarnos más de lo esperado, porque la vida no marcha como nos gustaría; cuando la impotencia nubla la visión y todo parece que está perdido y que no sirve para nada; cuando las lágrimas nos asaltan y nos llenan de pena y desesperación… es cuando más necesitamos ese brazo por encima de quien más queremos y amamos, del Señor, que nos dice: “Tranquilo, no temas que estoy contigo”.
Evitar la rutina para no perder el entusiasmo. Resulta muy fácil sumergirnos en el mundo de la rutina y encerrarnos en nosotros mismos, en nuestras prisas y agobios; y somos incapaces de levantar la mirada para ver más allá de nosotros mismos. Actuamos como autómatas y nos instalamos en el hacer las cosas por pura inercia sin motivación ni sentido, simplemente porque hay que hacerlas. Perder la ilusión y dejarse llevar es muy fácil, y además impide que no disfrutemos de la vida, de lo que nos rodea y de lo que tenemos. Así resulta más difícil alcanzar nuestras metas y desarrollar nuestro proyecto de vida y entramos en una dinámica donde lo que vivimos no nos hace felices ni nos realiza plenamente.
«Si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a aquel monte: “Trasládate desde ahí hasta aquí”, y se trasladaría» (Mt 17, 20). Es cierto que la fe mueve montañas. Ya lo dice el Señor Jesús en el Evangelio, para que nos demos cuenta de con fe todo lo podemos. Cuando lo ves en primera persona es cuando te das cuenta de lo grande que es el Señor y de la fortaleza, esperanza y consuelo que nos da. Puedo decirte lo gozoso que me resulta constatarlo cuando en los momentos más importantes de la vida de una persona te lo muestra con toda claridad. Dios es muy grande, y el corazón de quien lo acoge y transmite con esa fe y devoción se hace también muy grande. Entonces me doy cuenta de lo unido que te puedes sentir a una persona desde la fe a pesar del mucho o poco trato que puedas tener con ella. Porque ya no es la afectividad la que te une, sino que es el mismo Señor quien se hace presente; y en ese tú a tú, Él lo hace todo distinto. Y las montañas que pueden parecer grandes obstáculos en la vida, insalvables y dolorosos, el Señor las mueve de una manera sorprendente para que la dificultad o sufrimiento se transforme en un testimonio precioso del amor de Dios, de la esperanza con la que llena el alma, de la fortaleza con la que te mantienes firme en un momento difícil y de la fuerza que cobran las palabras cuando salen del corazón llenas de certeza, para decir, a pesar de las lágrimas, que Dios sostiene tu vida y que esa montaña tan grande que te impide ver lo que hay detrás, de repente desaparece y lo ves todo con claridad, con una mirada distinta, porque en medio del sufrimiento estás mirando con los ojos de la fe, con los ojos del Señor.
Siempre nos gusta sentir cercanas a las personas que son importantes para nosotros, especialmente cuando el camino se nos hace más cuesta arriba. ¡Cuánto lo agradecemos! Nuestra condición humana constantemente necesita del alimento que supone para nuestra persona el cariño, la cercanía, la ayuda, la solidaridad, el respeto y la opinión de quienes nos son más cercanos. Por eso es importante cuidar mucho la reciprocidad en nuestras relaciones personales. Cada día las iremos enriqueciendo y consolidando con más fuerza desde la sinceridad y el amor verdadero. Podremos tener nuestros altos y bajos en nuestra entrega y apertura a los demás, todos tenemos nuestras rachas, pero, no puede ser la misma persona la que siempre está tirando del carro, porque puede llegar a desgastarse. Cuidar al otro es fundamental, y que sienta y vea que ponemos de nuestra parte y nos entregamos aunque sea en menor media por las dificultades en las que nos encontremos, también. Todos necesitamos nuestros tiempos y momentos, pero no podemos ser egoístas ni comodones; también es necesario que mostremos nuestras vivencias por muy mal que nos encontremos. Cuidar y dejarse cuidar han de ir de la mano siempre.
Hay veces que resulta difícil ver la mano de Dios en medio de las debilidades, del sufrimiento, de la confusión ante lo que acontece en nuestra vida. Dios siempre está y es necesario, desde la fe, poder verlo con claridad para que encontremos la calma que nos permite afrontar las situaciones con paz y confianza en Él. El apóstol San Pablo nos da su testimonio de cómo en medio de la debilidad ha sentido la fortaleza que el Señor le ha regalado: «Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad. Así que muy a gusto me glorío en mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12, 9-10). La Palabra de Dios tiene mucho poder y fuerza y aunque a veces cuesta trabajo reconocerlo en medio de la debilidad, Cristo nos tiende su mano para llevarnos a una vida nueva.
Estando en el garaje de la casa parroquial disponiéndome para salir con mi vehículo particular escucho que pasa por la puerta un padre que le dice a su hijo: “Mira, cuando pases por este lugar (la Iglesia), y por mucha prisa que tengas, que nunca se te olvide…”; a lo que el hijo le responde a su padre: “Saludar a Jesús y a la Virgen”. Os tengo que confesar que en ese momento he respirado hondo, he cerrado los ojos y he dado las gracias al Señor por poder escuchar el consejo que este padre le daba a su hijo. Me he quedado maravillado y sobre todo me ha servido para varias cosas: