Dios siempre quiere lo mejor para nosotros, quiere vernos felices en todo momento. Para ello nos ha dado uno de los mayores regalos que podemos tener: la oración de intercesión. Quien pide por los demás olvidándose de sí es capaz de mostrar la gran bondad que tiene su corazón. Uno de los ejemplos más claros lo tenemos en la curación del paralítico al que descolgaron por el techo (cf. Mc 2, 1-12). Gracias a la fe que tenían en Jesús quienes abrieron el boquete en el techo, lograron presentarle delante de Jesús de la manera menos pensada, incluso original, creyendo que Jesús lo curaría y le devolvería la salud. De este deseo es donde buscamos a Dios para que nos ayude a resolver nuestros problemas, agobios, angustias y frustraciones. Cuando rezamos a Dios pidiendo por alguien e intercediendo por él, estamos poniendo nuestra mano en el corazón de Dios con la confianza de saber que el Señor atenderá nuestras peticiones. Así es como llegamos al corazón misericordioso de Dios y provocamos el milagro, la acción salvadora. Porque el Señor no se resiste a quienes con fe le buscan, a quienes esperan en él y se compadecen también por el sufrimiento y el dolor de sus hermanos.