Hay veces que la rivalidad nos puede llevar a extremos que no nos gustaría vivir. Nos separamos de los demás y los convertimos en nuestros contrincantes o quizás también en nuestros enemigos. Quizás estas palabras suenan demasiado fuertes. Así de pobre y mísera es a veces nuestra condición humana, nos creemos mejores de los demás y queremos estar delante de ellos. Nadie está exento de vivir esta situación, como tampoco lo estuvieron los discípulos. También entre ellos discutían para ver quien era el más importante y el primero de entre todos. Ninguno tuvo el discernimiento ni la prudencia para saber poner freno a la discusión, habían acompañado a Jesús desde el comienzo de su vida pública, le habían oído predicar y enseñar, pero todavía tenían el corazón demasiado endurecido como para pensar en ceder o ser los últimos. Por eso Jesús les dijo: «Que el mayor entre vosotros sea el menor, y el que gobierna, como el que sirve» (Lc 22, 26). Ser el último y el servidor de todos es difícil de vivir en ocasiones, pero ese es el deseo de Jesús. Esta discusión se produce en la Última Cena, y Jesús les tira un jarro de agua fría a los discípulos que los deja sorprendidos y descolocados, anunciándoles que le iban a abandonar y dejar solo. Hasta Pedro se lo manifestó a Jesús al decirle que nunca se escandalizaría de él (cf Mt 26, 33), y en cambio a las pocas horas le estaba negando para salvarse de los romanos.