Hay ocasiones en las que nos gusta presumir ante los demás de lo que somos, hemos conseguido o se nos da hacer bien. Nos gusta que nos miren bien y que nos tengan en consideración. Además, socialmente también nos sentimos bien cuando somos aceptados y los demás nos tienen en cuenta y quieren que estemos con ellos. Esto hace que nos esforcemos por conservar nuestra buena imagen y si se puede acrecentarla, mejor.
No podemos vivir sólo de apariencias, ni quedarnos en lo inmediato ni en lo superficial, porque entonces interiormente nos vaciamos. Corremos el riesgo de convertimos en personas frías que no tienen nada que ofrecer y que sólo están pendientes de lo pasajero y superficial. El ego es muy fácil de agrandarlo cuando entramos en esta dinámica. Hay que estar muy atentos para que lo material, el físico, la moda, el prestigio… no se conviertan en el centro de la vida, pues hace que sin darnos cuenta los demás nos reconozcan por estas cualidades y tengan una buena opinión. Corremos entonces el riesgo de caer en la presunción.
El mundo en el que vivimos se encarga muy bien de esto, con una maquinaria mediática y social funcionando a pleno rendimiento. Que tus metas no sean tener una buena imagen, un buen aspecto físico o aparentar más de lo que eres para que piensen bien de ti. Todos sabemos que la apariencia no importa, que lo importante es lo que hay en el interior de cada uno, pero es verdad que todos buscamos que nos vean bien y no quedar mal ante los demás.
Jesús hace una clara referencia a esta actitud en el evangelio con la parábola del fariseo y el publicano: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Lc 18, 9-14).
El fariseo cayó en el orgullo espiritual. Lo que hace es difícil y se le puede alabar el esfuerzo, pero el sentido que le da a sus actos es lo que le condena. Lo que hacemos nos tiene que nacer de dentro, no para que los demás nos reconozcan nuestros méritos. Y no nos podemos vanagloriar de lo que realizamos, como los ayunos y las limosnas. Y es que el fariseo usa a Dios para su propia gloria. En cambio, el publicano es sincero consigo mismo, se considera indigno y pecador y reconoce su culpa, por eso Dios le mira con compasión, le perdona y salva.
Que esta sea la norma de tu vida, actuar desde la sencillez, la verdad y la honestidad contigo mismo. No desprecies en tu corazón y en tu interior a los demás por su apariencia o condición. Necesitas de Dios y muéstrale tus deseos, desde tu pobre condición de pecador, para que comprendas qué es lo que Dios te pide. Esta es la grandeza del publicano y la tuya, reconocer que constantemente en tu vida necesitas de la misericordia de Dios. Dios es compasivo y si quiere que seas humilde no es para que te pisoteen y humillen, sino para ensalzarte, para hacerte grande. No quiere que actúes de cara a la galería, sino desde el corazón, porque delante de un corazón humilde, Dios abre totalmente su corazón para que entres y te sientas lleno de su Amor inmenso. Cada vez que reces dile al Señor: «“¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.» (Lc 18, 13). Que tu mirada siempre esté llena del mismo amor que Cristo te da desde la cruz.