Lo que ocurre a tu alrededor debe importarte. Sería equivocado pensar que no va contigo porque no es responsabilidad tuya o porque no tienes nada ver con lo que está ocurriendo. Jesús nos enseña y nos pide que nos impliquemos, que tomemos partido ante lo que acontece en nuestro entorno, que no nos dejemos llevar por la indiferencia o por la comodidad que no compromete nuestra vida. Echar balones fuera siempre es lo más cómodo y lo que nos permite vivir más tranquilos, pensando en lo nuestro y olvidándonos de los demás: porque ya son suficientes nuestras preocupaciones y agobios como para tener que preocuparnos por las de los demás; porque no tenemos tiempo para nada, siempre nos falta para hacer nuestras cosas; porque como a mí no me afecta que cada uno busque sus propias soluciones.
Entrar en la dinámica del individualismo y de la indiferencia ante los problemas de nuestro entorno significa enfriar nuestra sensibilidad y convertirnos en personas egoístas que solo pensamos en nuestra vida y vamos a lo que nos interesa, sin mostrar ningún aprecio hacia el bien común ni a la armonía que ha de haber a nuestro alrededor. Pensar en lo nuestro y olvidarnos de los demás es un drama, porque sin darnos cuenta estamos dejando que se endurezca nuestro corazón y que empecemos a ver y sentir como normal que el mundo está mal y como no depende de nosotros, como no podemos hacer nada, bajamos los brazos, perdemos ese espíritu de lucha y de transformar nuestro entorno mejorándolo para nosotros y para las generaciones venideras. Desconfiamos de los demás y no nos fiamos de nadie. Los intereses personales han ido llenando de desconfianza nuestra vida y nuestro ámbito y hemos ido perdiendo esa energía que contagia, que llena de ilusión la vida de los demás y casi sin esfuerzo cambia y transforma todo.
Jesús se lo pidió a los discípulos en la multiplicación de los panes y los peces: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9, 13). Les dice que hagan ellos algo, que no se desentiendan del problema de la multitud, que se anticipen al hambre que puedan tener, que les faciliten la vida a tantas personas como le estaban escuchando. La tentación de evadirse siempre acecha. Cuando nos damos cuenta de una necesidad o nos anticipamos a ella estamos mostrando que estamos despiertos y que sabemos lo que ocurre o puede venir. Dejar que pasen las cosas y no tomar partido por ello cuando lo sabemos es un acto de irresponsabilidad cristiana porque no hacemos nada, nuestra pasividad nos denuncia e impide que podamos crecer y profundizar mucho más en nuestra fe.
Son los retos que el Señor nos va poniendo a lo largo de nuestro camino. Jesús probó a los discípulos y observó su reacción, donde no llegaron ellos, llegó Él. Es lo mismo que nosotros tenemos que hacer. Aunque nos veamos con “doscientos denarios” o con nuestras solas fuerzas y pensemos que no podemos hacer nada, ¡hazlo!, el Señor llegará por ti y hará que tus esfuerzos no sean baldíos. Así lo dice el apóstol san Pablo: «No nos cansemos de hacer el bien, que, si no desmayamos, a su tiempo cosecharemos. Por tanto, mientras tenemos ocasión, hagamos el bien a todos, especialmente a la familia de fe» (Gal 6, 9-10). Todo lo que hagamos desde el corazón buscando el bien de los demás no quedará sin recompensa. Deja que el Señor saque lo mejor de ti en todo momento, para que muestres siempre la bondad de Dios a través tuya. No te canses nunca de hacer el bien, aunque pienses que no sirve para nada, que no vas a llegar a ningún sitio. Siembra y no esperes los frutos. Dios da siempre la recompensa y es capaz de multiplicar los cinco panes y los dos peces para dar de comer a más de cinco mil hombres.
Ha llegado tu momento, de empezar a mostrarte a todos los que te rodean y ayudarles, haciendo siempre el bien. No te rindas. Dios cuenta contigo.