La conversión no puede ser un deseo, ha de ser una realidad. Son muchos los pasos que hay que dar para llegar a erradicar todos los defectos y debilidades que tenemos; son muchas las horas de oración que hay que pasar delante del Señor, escuchando todo lo que te tiene que decir, porque Él ya sabe todo lo que necesitas. La buena voluntad y los buenos deseos no son suficientes para convertirse, como tampoco lo es el decir que soy así y que es muy difícil cambie, que Dios “me arregle”. Recuerda que para Dios todo es posible, porque es el Señor de la Vida, el Señor de la Historia. Nosotros somos personas de paso, con un tiempo limitado en la gran historia del mundo. Aporta tu granito de arena para construir y hacer realidad el Reino de Dios en los ambientes en los que te mueves. El Señor quiere servirse de ti para que seas el primero en entregarle tu corazón, no lo dudes, lo necesitas para encontrar el verdadero sentido a todo lo que acontece en tu vida, incluso aquello que no entiendes y te cuesta trabajo aceptar y asumir.
No puedes quedarte siempre en los buenos propósitos y en mostrar la intención de convertirte sin realizar ningún esfuerzo y sin que se produzca ningún cambio en tu vida. La conversión es una llamada a salir de la comodidad, de la vida instalada que llevas y desprenderte de todo lo que tienes, para que puedas encontrarte con Dios, revisando tu vida, llegando a ese punto de equilibrio cristiano que tanto necesitas: acción y contemplación, actuar y rezar. Ambas deben estar en la misma proporción en tu día a día, para que no haya un desfase entre una y otra y puedas saborear la estabilidad en tu vida espiritual, donde el encuentro con Cristo sea constante y sereno, lleno de experiencias hermosas de fe que te permitan ser auténtico contigo mismo y limar todas aquellas asperezas de tu vida que te impiden ver a Dios en quienes te rodean y en todo lo que acontece en tu vida.
Dios te ama y te ha dado la vida; deja que toda tu persona se fundamente en Él, viviendo en el amor. Vivir en el amor de Dios es ser obediente a lo que nos dice a través de su Palabra, a través de la Iglesia, para que después, lleno de Él, puedas salir de ti mismo a entregarte a los demás, a todos los que te rodean, dando razón de tu fe allá donde estés, sin miedo ni vergüenza. Considera a los demás como esa parte del proyecto de Dios; no lo eres tu solo, la vida de fe se vive en comunidad y el proyecto de Dios se realiza también con los hermanos; por eso Dios te los ha puesto en el camino, para avanzar y construir con ellos.
Busca momentos para orar, para que el encuentro con el Señor sea liberador y te inspire. Los apóstoles rezaban a su manera. Veían a Jesús rezar y ellos no cambiaban sus actitudes: discutían quien era el más importante entre ellos, quien debía servir y estar sentado; tuvieron miedo y falta de fe encima de la barca con Jesús dentro; quisieron mandar a la gente a sus casas y aldeas para que comieran y durmieran porque no tenían con qué atenderles; se durmieron en Getsemaní vencidos por el sueño después de la última Cena. Es el encuentro con Cristo resucitado lo que les cambia el corazón y su manera de entender la fe y ponerla en práctica con su vida. Comprenden que el amor hay que derramarlo día a día y pierden el miedo a que les pases algo, porque se sienten con la fuerza del Espíritu Santo.
Pídele a Dios el Espíritu Santo para que tu camino de conversión cuaresmal sea todo un signo en tu vida. Limpia tu corazón con el sacramento de la Confesión y deja que la Gracia de Dios se impregne en ti, para que estando en su presencia, todo lo que realices sea desde Dios y no desde ti. Empezando por tu conversión personal, que no depende de ti, sino del Señor Jesús. Si te pones a rezar y ves que no llegan los frutos, persevera, no desfallezcas que Dios siempre actúa, has de seguir preparándote para el encuentro esperando, porque la fe no se vive a la carta, se vive según el proyecto de Dios, y has de salir de ti mismo para que Dios pueda entrar y darte la vuelta, acercarte a Él.