A Jesús los discípulos le abandonaron en el momento más trágico de su vida. Disfrutaron de Él y se admiraron de sus palabras y actos cuando lo acompañaban de pueblo en pueblo, por los caminos, en el mar de Galilea. Seguro que hasta en más de alguna ocasión, ante la gente que le buscaba para que les curase u oírle, ellos presumían de ser discípulos suyos, de conocerle bien. Incluso hasta alguno les pediría el favor de que les situasen en primera fila para verlo y escucharlo mejor. Cuando las cosas marchan bien es más fácil vivir bien y ser amigo de todo el mundo. En cambio, cuando las situaciones difíciles llegan, nos podemos compadecer, nos puede dar mucha pena, pero muchas veces somos con los discípulos en Getsemaní, salimos corriendo y dejamos al otro solo, ante su dificultad, ante su problema.
Muchas veces los problemas nos cambian la vida, nos dejan descolocados, sin saber cómo reaccionar en muchos momentos, siendo especialmente conscientes de que se nos abre un abismo brutal en nuestra vida y un sentimiento frío e intenso de desconcierto inunda todo nuestro ser. El túnel se ve demasiado profundo y oscuro y caminas sin poder, sin saber qué hacer. El Señor Jesús vivió también ese momento de angustia, cuando tuvo que aceptar su propia muerte, sudando como si fueran gotas espesas de sangre (cf Lc 22, 44). Esa angustia no fue percibida por sus discípulos que estaban dormidos, sumergidos en el sueño de su vida, en su propio mundo. Es duro darse cuenta de que, en tu sufrimiento, soledad, angustia… los que te rodean no son conscientes de tu situación, y la soledad parece que se agranda todavía más. Aunque humanamente te puedas ver así, ten claro que no estás solo, porque el sentir la presencia del Padre a tu lado compensará, y con creces, esa sensación de soledad y vacío que te invade y que te permite caminar hacia la esperanza al agarrarte con fuerza a la mano que Dios te da. «Está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os dispersaréis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre» (Jn 16, 32). Dios siempre está a tu lado y desea estar siempre en ti, no le sueltes la mano y agárrate fuerte a ella para que sientas ese aliento que el Señor te da, y especialmente la certeza de saber que no estás solo, que con Él a tu lado no has de temer nada, porque es la mejor seguridad y ayuda que puedes tener.
Que no te asuste el desierto, es un paso necesario para llegar a la tierra prometida. Es un tiempo de purificación y de crecimiento necesario para madurar y crecer interiormente y en tu vida de fe. Dios aprovecha este paso por el desierto para purificarte como oro en el crisol (cf Is 48, 10). Así es como volverás a estar en comunión con Jesucristo que ha dado la vida por ti. Aprovecha para echar un vistazo a tu vida y examinarte a la luz de la Palabra de Dios, que quiere levantarte y ayudarte a seguir adelante. Así lo dice el apóstol san Pablo: «En mi primera defensa, nadie estuvo a mi lado, sino que todos me abandonaron. ¡No les sea tenido en cuenta! Mas el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, a través de mi, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todas las naciones. Y fui librado de la boca del león» (2 Tim 4, 16-17). Pablo que también se vio solo cuando le capturaban y encarcelaban, no se sintió así, porque sabía que el Señor siempre estaba con Él. Y su vida corría peligro, estaba amenazada de muerte; pero desde la fe se mantuvo firme y nunca se apartó del Señor.
Sean estas palabras motivo de aliento para que te apoyes en el Señor, que todo lo hace bien, y que aunque no entiendas tantas cosas en tu vida, ten por seguro que Dios nunca va a desearte nada malo, ni por supuesto, te va a dejar solo ni abandonado a tu suerte. Cuando te sientas solo, ponte en las manos del Señor. Nunca falla.