No podemos conformarnos con ser buenas personas. Hemos de aspirar a más, no basta con hacer lo justo y lo mínimo; o como en alguna que otra época de estudiante, no es suficiente con aprobar, se ha de sacar siempre la mayor nota posible. Los creyentes hemos de aspirar a ser buenos y mejores cristianos cada día, no podemos acomodarnos a un estilo de vida laxo, que no nos comprometa ni transforme en nuestra vida interior. Vivir nuestra fe ha de ser un reto ilusionante cada día, que nos permita descubrir y saborear a Dios en todo lo que hacemos; es vivir con tanta intensidad cada acontecimiento que te permite entregarte y sacarle el mayor fruto a todo lo que realices; es dejarte sorprender y no consentir en ningún momento que en tu vida entre la rutina, la desgana, el desaliento; es estar abierto a la novedad del Evangelio, de tal manera que siempre te aporte algo nuevo y te hable de una manera distinta, pues la Palabra de Dios debe resonar siempre de una manera distinta en nuestro interior y nos tiene que enseñar algo nuevo cada vez que la escuchamos.
La vida de fe no está llena solo de buenos propósitos, sino que necesita de las obras. Lo dice el apóstol Santiago: «Una fe sin obras es una fe muerta» (Sant 2, 17). No nos sirve únicamente la teoría, sino que necesitamos de la práctica continua y cotidiana. Ha de haber una correspondencia entre lo que pensamos y lo que hacemos. Por desgracia muchas veces nos sumergimos en la incoherencia personal, y nos cuesta trabajo salir de ella. Son habituales las ocasiones en las que somos duros a la hora de juzgar a los demás porque no nos gusta lo que hacen, y en cambio, cuando se trata de uno mismo, nos consentimos todo lo que censuramos si llegado el caso nos benefician las circunstancias. Por eso nos dice Jesús: «Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7, 20), porque no podemos decir que creemos mucho en Dios y le amamos y luego no refrendamos estas palabras con nuestros propios frutos de fe.
Procura tener una vida santa, libre de todo pecado. Mantente firme en tu fe, para que seas capaz de rechazar las tentaciones que intentan seducirte para alejarte de Dios y apagar tu sed de Él. No basta solo con la buena intención, o con decir que crees en Dios. Son muchas las ocasiones en la que eres consciente de la vulnerabilidad de la fe. Debes cuidarla porque es tan frágil, que al mínimo resquicio que dejes, rápidamente se pierde la gracia de Dios en el alma, y sin darnos cuenta, empezamos a ser vulnerables, cada vez más, hasta que el pecado se apodera de nosotros. Curiosamente, lo primero que se suele abandonar es la oración, el cauce de comunicación con el Señor.
Deja que tu vida y que tu rostro muestre siempre todo lo que tienes de Dios en tu corazón. No lo ocultes. No tengas miedo a dar testimonio ni a compartir lo que Dios significa para ti. Son muchos los momentos donde los cristianos preferimos callarnos y no hablar de Dios con quienes nos rodean. Vivimos nuestra fe demasiado en silencio, callando lo que experimentamos y lo que Dios supone para cada uno. Ha llegado el momento de salir de nuestros escondites y empezar a decir al mundo entero lo que Cristo significa en nuestras vidas. No podemos esperar eternamente para dar razón de nuestra fe. Los frutos están para compartirlos en su momento, sino maduran y al final se terminan pudriendo y desechando. ¿En cuántas ocasiones has dejado de compartir tu fe? ¿Cuándo has permitido que tus frutos de fe solo sean para ti? Esto es también una forma de egoísmo, porque nos guardamos para nosotros lo que hemos recibido gratis, y por miedo a tantas cosas (qué dirán, compromiso, vergüenza…) dejamos pasar el momento.
«Soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16). No tengas miedo en salir de ti mismo y ser altavoz de Dios. Seguro que hay alguien a tu lado deseando escucharte.