Hacer las cosas de corazón nos llena de satisfacción y de paz. Jesús, que es el Buen Pastor, nos muestra también su corazón lleno de amor y de misericordia, para que podamos comprender cómo de grande es el amor que Dios Padre nos tiene a cada uno y cómo nos quiere acoger y comprender tal y como somos; a cada uno desde nuestras propias limitaciones y pecados, sintiéndonos hijos suyos y disfrutando del hecho de que Dios nos ha pensado, nos llama a cada uno por nuestro nombre y nos hace partícipes de su proyecto de llevar su amor allá donde estemos y haciéndonos herederos de su Reino de Amor. Por eso te invito a que mires a tu corazón y recuerdes ese primer amor que tuviste hacia Dios, que te ayuda a seguirlo cada día, a confiar en Él y tenerlo en el centro de tu vida, de tu corazón. Jesús nos enseña que el corazón de Dios nunca se cansa ni tiene límites; no se da por vencido ante las dificultades y siempre se entrega en todo lo que realiza; nos deja libres para que decidamos qué es lo que queremos hacer y cómo queremos vivir; en él volvemos a descubrir cada día lo que significa amar hasta el extremo (cf. Jn 13, 1), porque siempre quiere llegar hasta el final, siendo fiel a la misión que el Padre le encomendó. Lo mismo tenemos que aprender a imitar nosotros: aprender de la fidelidad de Jesús en la Cruz.
Dios siempre nos está mirando y cuidando, no nos abandona. Se preocupa por todos, especialmente de los más alejados. Así lo dice en el Evangelio: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mc 2, 17). Por esto, es necesario que nos preguntemos: ¿Dónde tengo orientado mi corazón? Son muchas las actividades que realizamos en la vida cotidiana, incluso podemos tener muchos frentes abiertos en nuestra vida, y nuestro corazón ¿a dónde está orientado? ¿cuál es el tesoro que está buscando? Así nos los recuerda el Señor Jesús: «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón» (Mt 6, 21). Aquí es donde también se forjan nuestras propias debilidades, ante las que sucumbimos en multitud de ocasiones, y es ahí donde el Señor Jesús nos tiene que ayudar a llegar a sus raíces, para erradicarlas de nuestra vida; especialmente para que no busquemos “otros tesoros” que nos descentran de lo fundamental y nos hacen gastar energías y tiempo que ni llena ni nos sirve para nada, sino que al final se transforman en vacío y pecado en nuestra vida.
Jesús tiene en su corazón dos tesoros: el Padre y nosotros. Él comenzaba rezando al amanecer en el monte y después se encontraba con la gente y la atendía dándoles todo su amor y ternura. No había distancia entre Él y la gente, sino que iba a su encuentro para acercarles a Dios. Así es como tenemos que imitarle cada uno: encontrándonos con el Señor y con los hermanos en la vida cotidiana, dándoles lo mejor de nosotros mismos: nuestro propio corazón. Deja que el Señor traspase tu corazón con su amor; deja de mirarte a ti mismo y comienza a mirar en primer lugar al Señor, para después poder mirar a los demás; deja que el Señor te ilumine con el Espíritu Santo para que puedas dar pasos importantes en tu vida de fe, y especialmente puedas abandonar tu vida de pecado, de todo lo que te aparta de Él. Dios nunca nos abandona, como tampoco abandonó a la oveja perdida (cf. Lc 15, 4). Su reacción cuando se da cuenta de que le falta una oveja no es la de esperar a que vuelva o que pase un tiempo, sino que sale corriendo a buscarla y vuelve con ella cargada sobre sus hombros, contento y feliz por haberla encontrado. Esta es también nuestra búsqueda, nuestro corazón no debe de pararse nunca, siempre tiene que estar buscando a Dios, buscando a los hermanos, porque vivimos para el Señor, no para nosotros mismos.
En la vida de fe tenemos que aprender a arriesgar, a dar ese salto al vacío sabiendo que el Señor nos recoge en sus manos en el momento, porque así es como aprendemos a abandonarnos en el Señor y a dejar que nuestros esfuerzos no dependan de nosotros mismos si no del Señor. Dios siempre está atento a lo que necesitamos y nunca nos abandona. Deja que tu corazón esté siempre en Él, para que tu boca siempre proclame su grandeza en los pequeños gestos y detalles de cada día.