¡Qué importante es tener un lugar habitual en el que pararnos! Para encontrarnos con Dios y con nosotros mismos; para enriquecer nuestro espíritu y sanar nuestra alma de los roces del día a día, provocados por nuestra débil condición humana. Este lugar ha de ser nuestro “santuario” particular, ese rincón de nuestro hogar en el que nos situamos para encontrarnos con Dios, parándonos de nuestro ritmo ajetreado de vida y tener esa experiencia transcendental del encuentro con Cristo, que nos serena y nos da lo que más necesitamos en cada momento. Cuida ese rincón de tu hogar con especial cariño, no lo trates como algo más que adorna tu casa. Necesitamos de lugares especiales al igual que necesitamos de personas especiales en nuestra vida. Las personas nos completan y nos hacen sentir amados y felices; los lugares también, porque son los que construyen nuestro entorno material, y es ahí donde más a gusto nos tenemos que sentir.
Cuida los pequeños detalles de tu “santuario”, del lugar que tienes en tu casa para el Señor; que te ayude a tener la experiencia del encuentro con Él, sin distracciones; que sea para ti el descanso del alma cuando después de cada jornada, puedas ponerte frente a Él y realizar tu examen de conciencia personal; meditar la Palabra de Dios y encontrarte cara a cara con el Señor para seguir cimentando tu fe sobre la Roca que es Cristo. En tu hogar sigues cimentando tu fe, tu vida. Donde Dios viene a ti y donde tú vas a Él. Que este sea el continuo movimiento en tu oración personal: ir a Dios para que Él venga a ti. No hay experiencia más grande y más maravillosa como creyentes: poder trascender y encontrarnos con nuestro Señor.
¿Cómo ha de ser nuestra vida? El apóstol san Pablo nos da la clave: «Mire cada cual cómo construye. Pues nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo. Y si uno construye sobre el cimiento con oro, plata, piedras preciosas, madera, hierba, paja, la obra de cada cual quedará patente, la mostrará el día, porque se revelará a fuego. Y el fuego comprobará la calidad de la obra de cada cual. Si la obra que uno ha construido resiste, recibirá el salario. Pero si la obra de uno se quema, sufrirá el castigo, mas él se salvará, aunque como quien escapa del fuego» (1 Cor 3, 10-15). Nuestro cimiento es Jesucristo, porque somos bautizados e hijos de Dios. Siempre tendremos al Señor con nosotros y nunca nos abandonará, porque somos sus hijos, y un Padre Bueno nunca los abandona; Dios siempre nos cuidará y nos dará lo que necesitamos.
Cierto es cómo luego nosotros construimos la casa sobre el cimiento. El apóstol san Pablo nos da ciertos materiales como pista, para que cada uno reflexionemos cómo estamos viviendo nuestra fe, cómo la cuidamos y la construimos. No podemos construirla de cualquier manera porque el “fuego de la vida” es quien la pone a prueba, junto con las tentaciones que día a día hemos de superar, pues estamos siendo bien probados por la dureza de la vida y por las tentaciones que nos seducen para destruir nuestra fe, nuestra relación personal con el Señor. Tengamos claro que Dios nunca nos va a dejar, ese no es su estilo. Somos nosotros los que abandonamos a Dios. Dios quiere que nos salvemos y que seamos felices, para esto nos muestra el camino a través del Evangelio y se hace presente día tras día en nuestra vida. ¡Cuida tu santuario! Eres templo del Señor porque tienes a Dios dentro de ti, en tu corazón y en tu alma. Que siempre tengas un traje de gala en tu interior (que estés en gracia, sin mancha, sin pecado). El mejor lugar para comprarte el traje de gala más bello del mundo es el confesionario, donde Dios te engalana de su misericordia para que estés bien dispuesto a amar a quienes te rodean.