Ante la fuerza del Espíritu Santo todos los miedos y temores que puedas tener se desvanecen. El ejemplo lo tenemos en los apóstoles, que, al recibir la efusión del Espíritu en Pentecostés, pierden el miedo y de estar encerrados por miedo a los judíos, salen en pleno día a anunciar que Jesucristo había resucitado (cf. Hch 2, 12-14), sin tener ningún temor a las consecuencias por parte del pueblo judío por hablar de Jesús, a quien habían crucificado. La fuerza del Espíritu rejuvenece el alma y la llena de vida y de alegría. Esa que no puedes ocultar y que necesitas proclamar allá donde estés; esa alegría que transforma tu vida interior y te hace afrontar tus situaciones personales de una manera totalmente distinta. Con la Gracia del Espíritu Santo los problemas no se resuelven por si solos, milagrosamente, sino que tu manera personal de afrontarlos cambia radicalmente porque es el Señor quien se hace presente en tu vida y cambia el sentido de todo lo que vives y realizas. Tu corazón ya no es el mismo, también es transformado, condición previa para poder vivir de una manera totalmente nueva a Jesucristo. Si el corazón no se convierte ni acoge a Cristo, no basta con verlo. Has de vivir como Jesús para poder transmitirlo con tus obras y palabras, y así encontrarás la paz. Cuando Jesús se aparece en el Cenáculo a los discípulos les dice «Paz a vosotros» (Jn 20, 19), y les sopla su aliento, les regala el Espíritu Santo. La paz libera y ayuda en los problemas, llega a lo más profundo del corazón y lo llena de serenidad, de esa calma profunda que es tan necesaria para no dejarse llevar por los agobios, preocupaciones y sufrimientos.
Esa paz interior se transforma en armonía y que es capaz de transformar el sufrimiento más profundo en vivencia de las bienaventuranzas, porque el alma se encuentra con Dios y se entrega plenamente a Él. La quietud, cuando es profunda, hace que la paz no se altere en ningún momento, porque es el Señor quien lo llena todo. Las prisas no son buenas, especialmente en la vida espiritual. Supone caminar contra corriente en un mundo movido por ellas y el estrés, que no nos permite disfrutar ni saborear los tiempos de Dios. Aunque bien sabes que las prisas no son buenas consejeras, no debes dejarte dominar por ellas. No eches al Espíritu Santo de tu interior, no dejes que la paz se desvanezca por culpa de los vientos que tantas veces quieren arrastrarte. Deja que tu vida se llene de confianza, alegría, valor, paz y esperanza, para que sientas especialmente el amor de Dios. Ese amor que todo lo llena y que te permite descansar en el Señor. Pues ahí es donde experimentas el encuentro personal con el Señor y todo miedo y desesperanza desaparece de tu vida, porque sabes que las manos del Señor son las que mejor te pueden cuidar. Déjate cuidar por Dios procurando hacer tuyo el Evangelio. Ten como mejor aliado al Espíritu Santo que te ayudará a caminar tras las huellas de Jesús, porque hace que el engranaje de los dones y carismas de cada persona se puedan acoplar de la mejor manera, para que el amor de Dios se pueda seguir haciendo realidad a través tuya. La diversidad no ha nacido para separarnos, sino para enriquecernos y hacer que tu vida pueda ser más plena cuando pones tu corazón en todo lo que realizas, y dejas que los corazones de los demás se unan también al tuyo. No dividas, únete desde la fe a tu comunidad, para que seas testigo del Señor.
El mundo en el que vivimos necesita de ti, de tu testimonio, de tus palabras, que ayuden a crear conciencia y sobre todo a hacer presente al Señor, en los pequeños gestos y detalles cotidianos, donde el amor se tiene que encarnar a través de cada acto. Que tu corazón se llene de la presencia de Dios, para que con la fuerza del Espíritu Santo contagies a los que te rodean de alegría, porque lo que has encontrado con Jesús no lo puedes ocultar ni acallar. Así les ocurrió a los discípulos al recibir el Espíritu Santo, sintieron la necesidad de responder con generosidad a la misión que Jesús les había encomendado. ¿Cómo estás respondiendo tú?