Es muy posible que hoy en día tengamos demasiado culto al morbo y nos dejamos llevar muy fácilmente por él. Es curioso cómo nos dejamos influenciar por los comentarios y chascarrillos que a veces nos cuentan y escuchamos hasta con agrado. Hay veces que la primera impresión nos falla y solemos juzgar de manera exagerada e injusta a los demás, sin mirar su corazón; sólo por la apariencia física y por lo que nos parece en ese preciso momento. En otros casos nuestras percepciones nos pueden engañar. Ninguno de nosotros somos infalibles, ni poseedores de la verdad absoluta. Cada uno tenemos nuestra visión de la realidad y nuestra propia experiencia que nos condiciona en nuestra manera de vivir y decidir.
Dios viene a llevarnos a la verdad, así lo dice Jesús: «Yo soy la verdad» (Jn 14, 6), para que vivamos de ella y nuestra vida tenga totalmente sentido. Jesús nunca nos va a traicionar, más bien al contrario, somos nosotros quien le traicionamos a Él, y a veces por menos de treinta monedas de plata. No debemos de temer nada de Jesús, al contrario, solo debemos esperar en Él, sin tener ningún miedo y creer con mucha fe. Él no falla y no nos da ningún motivo para que desconfiemos. Somos hijos de Dios y como tales somos amados de Él, por eso Jesús nos dice que es la salvación.
Pero la tentación siempre la tenemos muy al lado. Ya desde el comienzo de los tiempos somos conscientes de que permanecer en la verdad es una tarea más bien complicada. El primer ejemplo lo tenemos en Adán y Eva, que se alejaron de la Verdad a través del engaño por parte de la serpiente. Somos más que conscientes del daño que ha hecho a la humanidad la mentira, y aún así, cada día la seguimos practicando y justificando, especialmente cuando hablamos de las mentiras piadosas. Mentimos para no enfrentar a personas, para no ofender, para quedar bien, para tapar…, todo esto con una finalidad: mantener oculta la verdad, no decirla para que los demás puedan seguir pensando que todo marcha sobre ruedas, cuando no es así.
Hoy observamos también como el propio ser humano cuestiona a Dios y hasta las enseñanzas religiosas que cada confesión nos quiere transmitir. Vivimos en esta cultura del todo vale y vamos acomodando la Verdad a nuestros intereses particulares, desenfocando así la realidad y acoplándola a lo que de verdad cada uno queremos y pretendemos. E incluso justificamos estas actitudes diciéndonos a nosotros mismos que somos libres de pensar y creer lo que queramos mientras no hagamos daño a nadie. Jesús lo dijo: «La verdad os hará libres» (Jn 8, 32), y estamos llamados a vivir en la libertad de los hijos de Dios, donde cada uno tenemos que decidir en conciencia dentro del orden natural y respetando siempre a los demás, teniendo muy claro que nuestra libertad termina donde empieza la del otro. Por eso el Señor Jesús nos ha dado dos pautas que hemos de saber poner en práctica en todo momento, para que ni nuestra libertad ni la de los demás se puedan ver mermadas: hemos de practicar el amor y el perdón verdaderos con quienes nos rodean. Sólo así viviremos unidos a Dios y no estaremos apartados de Él. Cristo a través del Evangelio nos quiere ayudar a estar siempre en la Verdad y no apartarnos nunca de ella. Por eso nuestro corazón ha de estar íntimamente unido al suyo, para que nuestra vida sea Verdad y así la podamos transmitir y vivir allá donde estemos.
Al principio la Verdad incomoda y desinstala, pero en el momento en el que nuestros intereses dejan de ser personales y pasan a ser comunitarios, todo cambia, porque ya no vivimos para nosotros mismos, sino que vivimos para Dios (cf Gal 2, 20-21). Y viviendo para Dios todo es distinto. Arriésgate y ya verás cómo no te arrepentirás.